Ya no quedaba nada para mí en el pueblo, casi todo lo que me había pertenecido me había abandonado. Entre mis pertenencias, apenas tenía un montón de lágrimas que había retenido dentro de mi pecho, esas que por orgullo no dejé que me las arrancaran.

Todo lo conocido por mí, todo lo vivido llegaba hasta el borde del pueblo que terminaba en un acantilado. Desde ahí podía ver el mundo, un gran valle surcado por anchos ríos. Màs allá, lejos en el horizonte, arriba de las montañas, al entrecerrar los ojos se veía el brillo de ricas tierras inalcanzables.

En el borde del precipicio contemplaba esa tierra luminosa, imaginé las maravillas de un nuevo mundo, un nuevo comienzo, un lugar donde dejar mi equipaje de lágrimas. Sin nada que perder, sin nada que llevar, sin pensarlo empecé el descenso. No hubo despedida, nadie me llamó.

La ladera era empinada, quien ha bajado por rocas sabe de lo que estoy hablando. Mis pies buscaban puntos de apoyo a ciegas, mis brazos recibían arañazos cuando mis manos sudadas resbalaban en la roca ardiente. Sin agua ni comida, sólo la visión de las nuevas tierras en la lejanía me daba fuerzas para seguir.

La noche detuvo mi descenso, aferrado a la roca, con miedo a dormir y caer, me dediqué a contar cada lágrima que llevaba, algunas se habían perdido en el camino.

Al alba, recomencé mi tarea, mientras más descendía, más me adentraba en una bruma que fue escondiendo mi tierra soñada, esa que brillaba en el horizonte. Bajaba a ciegas, hasta que una abejorro se posó en mi hombro, sin decírmelo me lo dijo, me acercaba al valle y terminaba el descenso. Las piedras ahora cubiertas con musgo hacían más lento mi avance, varias veces resbalé, pero ansiaba llegar a las nuevas tierras con más fuerza que cualquiera de los golpes que me daba.

Con la lengua seca pegada al paladar, con mis brazos y piernas que apenas respondían, perdí el equilibrio y caí. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, era de noche, tenía medio cuerpo sumergido en un arroyo, pero bebí de esa agua casi con felicidad, por unos segundos olvidé el dolor. Lavé mis ropas y cuerpo en el agua fría y me tendí en la orilla a esperar el amanecer.

En la mañana no pude distinguir ningún camino, sólo arriba la posición del Sol me ayudaba a orientarme; el bosque que se iniciaba a unos metros delante de mí ya no me dejaba ver las montañas ni sus ricas tierras que anhelaba. Así al igual que como bajé, decidí que haría mi propio camino a través del bosque.

Apenas había dado unos pocos pasos cuando de la nada apareció una muchacha, llevaba una gran cesta bajo el brazo que balanceaba mientras saltaba entre las piedras del arroyo con seguridad. Se acercó a mí, pero no me detuve. Entonces ella caminó a mi lado con naturalidad, sin dejar de balancear su cesta.

-Buenos días, ¿A dónde vas?  -me preguntó, sin mirarme a los ojos, creo que para no intimidarme.

-Voy a dejar algo importante que llevo conmigo allá donde se ven las montañas altas –indique con mi mano, hacia donde creía que estaban.

-Debe ser algo muy importante para que lo lleves tan escondido –me contestó.

-No me gusta hablar de ello, pero voy por mi cuenta –dije orgulloso.

-No llevas equipaje, debe ser un mensaje, una historia, me gustan los relatos, ¿sabes contar cuentos? –ahora sí me miró y no pude seguir caminando. Sus ojos eran puros pero decididos, esperaban la respuesta, su mirada no me iba a soltar.

-Sí, pero tendría que saber tu nombre.

-Si eres bueno contando una historia me puedes dar el nombre que quieras –seguía observándome y abrazándome con su mirada.

-Entonces te llamarás Brisa y puedo contarte el cuento de la linda Brisa.

Le dije que estaba hambriento y de su cesta me ofreció pan y frutas. Nos sentamos a la orilla del bosque y entonces le conté sobre Brisa, la bella muchacha de ojos puros y de cabellos que jugaban con su rostro. Esa que caminaba balanceando su cesta, esa cuyos livianos pasos no dejaban huella sobre la hierba. Me dijo que le gustó y me dio un abrazo, apoyó su cuello contra el mío y su suave fragancia me embobó, sentí sus rápidos latidos como si fueran los de un pájaro pequeño. Apoyó su cabeza en mis piernas y sin dejar de mirarme me pidió que le contara otra historia.

Esta vez le hablé del Hombre Triste que no tenía nada porque lo perdió todo, que no tuvo la fuerza para reclamar lo que era suyo, que no quiso rogar por una oportunidad. Ese que una vez fue amado y no dejó de amar.

-Esa historia es muy triste –sus ojos con las lágrimas contenidas brillaban como un par de esmeraldas sumergidas -¿Qué sabes del amor?

-¿Del amor?

Le conté de una muchacha de ojos hermosos y de frágil caminar que es amada por el viento que la abraza suavemente. Qué es amada por quien es escuchado cuando ella aparta su cabello por detrás de sus orejas. De aquella que toma al Hombre Triste por el cuello para juntar sus labios.

Entonces Brisa, por primera vez cerró sus ojos y me besó.

Al atardecer, nos incorporamos y caminamos por el bosque. Ya no estaba cansado, mis pasos eran livianos como los de ella, sin darme cuenta íbamos de la mano. Hablaba de su gente y de su pueblo, de los árboles y del arroyo. Era todo lo que conocía. Nos detuvimos cerca de la villa.

-Ven conmigo –no sé si lo escuché, pero su mirada me lo decía.

-Tengo que llegar a las tierras que están más allá de las montañas, voy a dejar lo que llevo. Tengo que hacerlo.

-¿Volverás?

-Te recordaré en mi camino.

-Entonces ve, pero los caminos a veces no se pueden desandar –sus ojos temblaban y me besó por última vez.

A paso rápido, casi corriendo me alejé para no arrepentirme. No miré hacia atrás, porque sentía sus ojos aún a la distancia. Tenía que cumplir mi propósito, había algo más maravilloso en esas montañas.

Pasaban los días y las semanas, hasta que el tiempo ya no significó nada para mí. El bosque nunca me dejaba volver a ver mis montañas, pero el recuerdo de ellas y las estrellas me mantenían en una dirección que creía segura.

-¿Quién eres? –me dijo el ermitaño.

Me detuve, no había hablado con alguien en… no sé, mucho tiempo, demasiado. Y le conté mi cuento del Hombre Triste, esperé que se emocionara como Brisa, sin embargo, sólo agregó un leño más a la hoguera a modo de invitación para que me sentara a su lado.

Entonces me habló de un hombre que había sido triste, que le puso nombre a cada árbol y animal  del bosque, de aquel que reconocía cada estrella, que conversaba con el viento y que tomaba la niebla con las manos cuando era suficientemente espesa.

Me sentí muy humillado, su relato era maravilloso, y pensé que yo también podría hablar del alma de las cosas. Entonces le rogué que me acompañara en mi camino.

-Soy viejo, avanzaremos lento. Cuando creas que ya no me necesitas tendrás que seguir sólo –me dijo en voz baja.

Durante nuestro viaje le hablé de Brisa y del amor. Pero él me habló  del amor real, del que te eleva y te deja caer, de aquel que te rejuvenece y te desgarra. Ese amor que yo conocía con dolor, del amor que se transforma en odio y temor.

Mientras más aprendía del ermitaño, más me costaba recordar por qué quería  llegar a las montañas. El tiempo pasaba invisible, inadvertido. Llegamos a una laguna y nos detuvimos ahí.

-Ya no puedo seguir, no tengo nada más que entregarte –me miraba serio y supe que desde ese momento seguiría sólo.

-No quiero continuar, apenas recuerdo esas montañas, ya ni siquiera recuerdo lo que llevaba –eso último era la mayor verdad, hacía mucho que no quedaba nada en mi equipaje.

Entendí que no era yo quien lo había invitado, él me había esclavizado con cadenas de sabiduría. Ahora me liberaba.

-Ya no tienes que ir a las montañas, en tu viaje construiste tu propia tierra, ahí puedes caminar por donde quieras, porque todo te pertenece –me dijo con voz calma mientras se alejaba en la penumbra.

-Entonces quiero volver con Brisa, dime cómo puedo llegar.

-Los caminos no se pueden desandar –esa frase me apuñaló -ya te llevaste lo mejor de Brisa, ese amor será siempre amor. Es tu tesoro más grande y si lo quieres cuidar debes alejarte de él –ahora sí desapareció sin atender mis súplicas.

Pasé días esperando que volviera, aunque entendía más que nunca que los caminos no se pueden desandar.

-Estoy perdido, ¿Quién eres? –me preguntó el caminante. Estaba hambriento y desolado.

“¿Quién soy? -me pregunté también, porque ya no estaba seguro.

Miré mi reflejo en el lago, mi barba y mis cabellos eran blancos, mi rostro envejecido se parecía mucho al del ermitaño que conocí una vez.