“No te soporto más”, susurró ella con una voz que apenas rompía el silencio.

“Me da igual”, replicó él con indiferencia. “Antes me importaba, pero ahora…”.

Habían elegido un rincón para sentarse, a escasos dos metros de donde me encontraba. La sala de espera del centro de psicología era amplia, pero no lo suficiente como para mantener una conversación en privado.

Mi instinto me incitaba a levantarme y buscar otro asiento lejos de ellos, pero el pudor me anclaba a mi silla. No quería que se dieran cuenta de que había sido testigo de su disputa. Así que me sumergí en mi celular, deslizando el dedo por la pantalla sin realmente leer ninguna noticia.

“¿Antes? Nunca me escuchaste”, continuó ella, su voz teñida de resentimiento. “Perdí quince años de mi vida contigo. Y lo único que quiero ahora es hacerte sentir un poco de lo que me hiciste sentir”.

“Es por eso que no hablo contigo”, le espetó él. “Tú comienzas estas discusiones, en cualquier lugar, y ya sabemos cómo terminan”.

Intenté convertirme en una estatua, mi única señal de vida eran mis dedos desplazándose sobre la pantalla. Me esforzaba por no escuchar, pero sus voces se elevaban con cada palabra, consumidos en su propio mundo de agravios.

“No entiendo por qué me humillaste así en el trabajo y ahora también tengo que lidiar con la fiscalía”, lamentó ella, la frustración evidente en su tono.

“Yo no seguí con la denuncia, esa es solo una citación. Podrías no ir”, le respondió él, su voz bajando a un susurro.

“Me siento muy mal, Javier. Estoy cansada de todo esto”, confesó ella, su voz ahora un hilo débil.

“No vayas a la fiscalía, no va a pasar nada. Esto no debería haber llegado tan lejos. Me vi obligado”, murmuró él, casi inaudible.

“No es eso”, dijo ella, su voz temblorosa. “Estoy cansada de todo, en general”.

Sus palabras se clavaron en mí, transformando la tensión que había sentido en una profunda tristeza. Algo en su confesión me hizo sentir como si el mundo a mi alrededor se volviera más sombrío.

De reojo, capté un movimiento delicado por parte de él. Giré la cabeza ligeramente para verlo tomar sus manos entre las suyas, llevándolas a sus labios para depositar un beso suave.

Ella no se resistió, y aunque no se movió, las lágrimas que resbalaban por sus mejillas eran elocuentes. Estaba todo bien, o al menos así quería creer.