Cuentos de quien no sabe lo que hace

Autor: Flavio (Page 3 of 4)

Me Pasó Por Goloso

Viernes muy tarde en la noche, aburrido busqué una película que me sacara del sopor en Netflix, pero después de quince minutos recorriendo el menú no me gustaba nada. Estaba en un estado de ánimo en el que hasta yo me caigo mal.

Partí a la cocina, es que en esos momentos me da por comer cosas dulces. La despensa estaba llena de galletas, tomé un paquete y busqué en el refrigerador algo que me sirviera para untarlas, algún pote de dulce de leche o mantequilla de maní.

A ver… media sandía, un melón, varios yougurts, jamón, queso, el estofado que sobró del almuerzo, media botella de cerveza Corona que está ahí hace al menos seis meses, verduras varias, …nada me sirve.

Sólo encontré un pote de mermelada vacío que raspé con ansiedad y apenas alcanzó para una galleta. De pronto recordé que tengo un tarro de leche condensada. Con eso en poco más de media hora en la olla a presión puedo hacer el mejor manjar.

Tomo el tarro, aplico el abridor de latas y …mierda! ¿Qué hice?, obviamente el tarro no debía abrirlo. Este maldito déficit atencional… Ahora tenía un tarro de leche condensada abierto que no sirve para hacer dulce de leche. Pero ya estaba decidido a “cocinar” algo, así cambié los planes y decidí intentar hacer unas calugas. De esas caseras que sueltan los dientes al masticarlas.

Recuerdo bien la receta, las hice muchas veces en mi infancia. Un tarro de leche condensada, dos tazas de azúcar y dos cucharadas de mantequilla. Se calienta el azúcar hasta que se derrita y después se agrega la leche lentamente mientras se revuelve. Cuando la mezcla es homogénea se echa la mantequilla se bate por unos minutos más y ya está lista. La masa se vierte en un recipiente enmantequillado. Finalmente se deja enfriar y después se corta en cuadritos.

La cocina se había impregnado con ese suave olor dulzón a azúcar quemada y leche cocida, así que cuando ya estuvieron listas me metí varias a la boca en forma desesperada. Un verdadero manjar y más encima hechas por mis propias manos.

El problema de estas calugas es que son duras y lo peor muy pegajosas, una verdadera amenaza para la dientes y muelas. Una de las pocas cosas de las que me siento orgulloso es de mi dentadura. Nunca necesité usar frenillos y mi primera caries la tuve pasado los treinta años.

Mientras masticaba mis calugas sentí unos grumos que al principio los atribuí a restos de azúcar aglomerados así que no les di mayor importancia. Los restos de calugas estaban distribuidos entre todos mis dientes, entonces fui a lavarme la boca y noté que un rebelde trozo de masticable estaba atorado entre dos de mis muelas. El cepillo no era suficiente para extraerlo, la encía me sangraba por el esfuerzo puesto en el cepillado, así que recurrí al hilo dental. Era muy atrás por lo que me costó mucho alcanzar el punto exacto, una vez posicionado empecé jalar el hilo en todas direcciones para soltar los restos atrapados. Para mi sorpresa al desprender esa masa pegajosa descubrí que me faltaba un pequeño trozo de diente, ahí donde antes había estado una tapadura ahora había un orificio.

Me vino una pequeña depresión, casi sentí que era una de esas señales casi imperceptibles de que la decadencia avanza sin retroceder jamás. La razón me dice que estoy exagerando pero en el lado derecho del cerebro eso de “la decadencia” me machaca sin piedad.

Al día siguiente me levanté temprano para ir al dentista, no sería fácil encontrar uno que atendiera un sábado por la mañana. Hay una clínica cerca de mi casa y llego primero que nadie. Espero que abranm la puerta y entro urgido.

-Señorita tengo una urgencia! -después que lo dije me sentí ridículo, es que soy ansioso.

-Buenos días -me lo dice con el tonito ese como para enseñarme buenos modales (saluda primero imbécil) – Deme su nombre por favor -exagera el por favor.

-Es que no pedí hora es una urgencia, anoche se me cayó una tapadura.

-¿Tiene dolor? -me pregunta calmada, pero sé que lo hace con ironía.

-No me duele, pero… -me doy cuenta que debí mentir.

Hace como que consulta algo en el computador, mira hacia atrás y luego me mira a los ojos.

-No podemos atenderlo, estamos full, ¿Quiere pedir hora para el lunes?

-No -le digo en forma seca y me voy enojado, no estoy dispuesto a humillarme.

-No va a encontrar un lugar bueno que lo atienda hoy, acá llegan muchos pacientes con trabajos mal hechos que después hay que arreglar -me advierte.

-No, le dije que es una urgencia, voy a buscar un lugar donde me atiendan. -la desafío y me marcho.

Busco con mi celular en internet algún lugar cerca, encuentro una clínica dental a dos kilómetros y llamo por teléfono, cada vez el Sr. Google se hace más mi mejor amigo.

-Aló, Clinica Dental ¨Mi Familia¨, ¿En qué puedo servirle? –me contestan desde el otro lado.

-Buenos días -ahora lo dije. -Tengo un problema, se me cayó una tapadura de una muela. No tengo hora, pero es una urgencia. ¿Podrán atenderme hoy?

-Sí, venga inmediatamente –me contestó tan rápido que sospeché, pero no quería pasar el fin de semana con el problema. –¿Sabe la dirección?

-Sí, la tengo en el celular.

En menos de diez minutos estaba allá, por fuera más parecía un taller mecánico de barrio, pero entré de todas maneras. La sala de espera era espaciosa y un televisor grande de 50 pulgadas colgaba de la pared, no tenían televisión por cable, porque la señal llegaba borrosa, aunque a nadie le importaba, no había ningún paciente aparte de mi. El recepcionista tenía el pelo a lo rastafari y sin mirarme, casi como si fuera un vidente me dice:

-Adelante lo estábamos esperando, es al fondo del pasillo –señala un lugar atrás desde donde una señora de delantal me hace señas.

-¿Pero no me va a hacer la ficha? –pregunté como para ganar tiempo mientras tomo la decisión de quedarme o arrancar.

-No es necesario –me dice con una sonrisa.

Caminé hacia la señora de delantal. El oscuro pasillo termina en un pequeño patio trasero donde hay un viejo mantel de plástico a cuadros y encima una Coca Cola a medio terminar. La oficina queda justo antes y entro. Una vez ahí me doy cuenta que la señora no es mi dentista, sino que un tipo de chalas y pelo largo que me dió la impresión que no se lo lavababa hace días.

-¿Helmano que le pasó? –me dice con acento centro americano.

En realidad no tengo nada contra centro américa, es más me habría gustado nacer allá, sólo que me es más difícil saber si los diplomas colgados en la pared son reales. Al menos la oficina se ve casi limpia aunque los equipos son viejos.

-Se me salió una tapadura acá –le indico ridículamente con m,i dedo dentro de la boca.

-Mmm, helmano, le voy a decil lo que vamo a hacel. Primero voy a limpial y desgastal, si queda el nervio expuesto ya seria otra cosa y otro costo –eso del costo repitió varias veces para asegurarse que le había entendido.

¨Este helmano me va a desgastal la muela hasta que se vea el nervio –pensé preocupado, ahora sí que quería arrancar. Pero esa idiotez de ser bien educado y dar siempre oportunidades me retuvo en el sillón.

Antes de empezar el trabajo de desgaste, la auxiliar me empezó a tomar los datos para hacer la ficha. Desde mi puesto podía ver la pantalla donde escribía. Me interrogó mecánicamente

-¿Nombre?, ¿Apellido?, ¿Cédula de Identidad?, ¿Fecha de nacimiento?, ¿Teléfono?, ¿Dirección?, etc.
Mientras tecleaba torpemente, lo que me daba tiempo para revisar lo que escribía en el sistema. Había unos campos que fue llenando sola, como el de sexo, donde las alternativas eran M o F, puso M de Male, el programa estaba en inglés. El campo siguiente lo distinguí muy claramente, decía: Species y las opciones eran: Dog, Cat, Horse, Rabbit, Other….!!!!; al menos puso Other.

-Señorita… ¿este sistema para que otra cosa lo ocupan?, vi que hay opciones para razas de animales –una pregunta que no tuvo respuesta, sólo se limitó a tapar la pantalla con el cuerpo.

-¿Me van a poner anestesia? –hice la pregunta pussy de rigor. Es que ya me parecía todo muy extraño.

-Tranquilo helmano ya va la anestesia –me contestó el dentista con una amplia sonrisa, lo que a esta altura de las circunstancias no me tranquilizaba para nada.

Después de la anestesia empezó el trabajo de ¨limpial y desgastal¨. Escuchaba el chillido agudo del taladro retumbar en mi cabeza, cada cierto tiempo paraba y exclamaba:

-No veo el nervio.

Seguía con furia y aplicaba un gancho con el que trataba de agarrar algo.

Después de varios minutos casi con desilusión me dice:

-No encontlé el nervio así que son sólo $25.000, le voy a aplicar una tapadura plovisolia y pide hola pala el jueves temprano.

Es martes y la muela sigue en su lugar. No sé si ir nuevamente a la clínica odonto veterinaria a terminar el trabajo. Quizá soy demasiado prejuicioso y total ¿A quién no le ha pasado?

PD: Hoy miércoles ya no tengo la tapadura provisoria, se cayó y el orificio en la muela es mucho más grande, voy a pedir hora en la clínica donde me enseñaron a saludar, aunque me da verguenza que me diga que me lo advirtió.

Ahora Lo Sé

Hay un monstruo bajo mi cama. Ahora lo sé porque sus susurros llenan la oscuridad de mi habitación cada noche.

Cuando era niño, siempre temí a la oscuridad, aprendiendo a mantenerme a cincuenta centímetros del borde de mi cama, como si esa distancia fuera un santuario seguro. Nunca supe de dónde venía ese miedo, pero siempre estuvo ahí, latente.

Mi niñez transcurrió entre sombras de felicidad, con una facilidad natural para los estudios que me mantenía despreocupado del futuro. Pero cada noche, antes de trepar a la cama, el tormento comenzaba. Me convencí de que era solo cobardía, que mi imaginación era la culpable de las figuras que veía en la oscuridad.

Con los años, mi mundo se expandió a través de libros y relatos, y entre ellos, las historias de criaturas nocturnas, similares a la que intuía bajo mi cama, comenzaron a resonar con una verdad inquietante. El Coco, le dicen, un ser que se alimenta del miedo y la angustia.

Mientras más leía, más el terror se apoderaba de mí. Incluso la Biblia, a la que recurrí buscando consuelo, solo me ofrecía historias de demonios y tormento eterno. Mis intentos de hablar de esto con amigos solo terminaban en bromas vacías.

Ahora, escribo desde mi celular, escondido bajo las sábanas, con la esperanza de que la luz tenue de la pantalla no me delate. El silencio de la casa es absoluto, tan intenso que puedo oír cada latido de mi corazón, cada una de mis inhalaciones… y algo más. Un aliento acompasado, ajeno, que parece burlarse de mi miedo con cada exhalación casi sincronizada.

Un escalofrío me recorre, mis intentos por respirar irregularmente para despistarlo son en vano. El “casi” en su ritmo es intencional, alimentando mi terror con cada soplido desfasado. El olor a sudor frío inunda la habitación, y aunque quiero creer que es el mío, el pavor me dice lo contrario.

Pienso en la luz, a cuatro metros de distancia, pero la idea de encontrarme con lo que sea que está bajo mi cama me paraliza. Me siento atrapado en un juego perverso de espera, hasta que el miedo supera mi racionalidad.

“¿Hola?” logro susurrar, mi voz temblando en la oscuridad.

Y en respuesta, un susurro casi imperceptible, un hálito frío que no parece humano, me hace cuestionar si estoy realmente solo. En la penumbra, una voz que no es la mía, susurra:

“Nunca solo…”

El Tour Gastronómico

Con un compañero de trabajo viajamos a una importante reunión de negocios en Lima. Pero antes de quisimos hacer un recorrido por la parte antigua de la ciudad.
Perú es famoso por su exquisita comida, es un centro gastronómico a nivel mundial, pero no quise almorzar en un restaurante famoso, propuse explorar los orígenes de la verdadera cocina popular peruana. Ya me creía un todo un explorador de esos de los documentales de TV por cable. Almorzamos rápido en un restaurante del centro, ubicando en un subsuelo, era oscuro y estaba sospechosamente casi vacío. Pero pensé que si Anthony Bourdain era capaz de sobrevivir y por sobre todo gozar de lugares aún más sórdidos, yo no podría ser menos, a diferencia de él yo nací en el tercer mundo, así que mi estómago y paladar no sufrirían mella alguna.

El almuerzo fue una decepción, no era ni tan sabroso, ni tan abundante como había esperado. Abusé del ají para darle algún toque más pintoresco.

-¿Tú no le echas ají? –pregunté burlonamente, sabiendo que por ser argentino su respuesta sería: -No.

-No, no soporto lo picante, me quema la lengua – me respondió casi con asco.

-Es cosa de costumbre, yo soy de barrio y la comida se goza más cuando tiene sabor de pueblo –exageré, de verdad me sentía un turista gastronómico del Discovery Channel.

Conversamos acerca de la reunión de negocios que tendríamos en la tarde, nos reuniríamos con el Gerente General de un proveedor nuestro y necesitábamos negociar en buenos términos los nuevos contratos. De pronto nos dimos cuenta que estábamos muy justos de tiempo y la oficina donde nos reuniríamos estaba al menos a treinta minutos en automóvil.

Salimos apurados del restaurante y paramos el primer taxi que vimos en la calle. No tenía aire acondicionado y los treinta y dos grados de calor nos torturaban incluso con las ventanas abiertas. A los cinco minutos de nuestro viaje ya estaba muy arrepentido de haber agregado tanto ají a mi almuerzo. Además el chofer frenaba y aceleraba con violencia, lo que me revolvía el estómago. Me empecé a marear, pero callé para que mi compañero no se burlara de mi fanfarronería.

Por fin bajamos del taxi y sabía que no me recuperaría tan fácilmente. Nos recibieron en una sala calurosa.

-Disculpen, alguien olvidó encender el aire acondicionado de la sala –dijo la secretaria mismo tiempo apretaba el botón de encendido.

“Claro, seguro no es tu responsabilidad” –lo pensé con rabia.

-Don Flavio, en seguida viene Don Marcos, por mientras ¿le ofrezco un té o un café? –preguntó amable. Por qué anteponer el “Don”, hoy día cualquiera es un “Don”.

Pedimos solo agua y recé para que estuviera helada.

Llegó Marcos, era muy simpático, así que la reunión fue muy distendida, muchas sonrisas y compromisos de trabajo en conjunto. Nos focalizamos en mostrar lo importante que es nuestra empresa y lo provechoso para ellos que es tenernos de clientes, hablamos de planes de crecimiento internacional. Me fui muy satisfecho pensando que los habíamos impresionado.

Afortunadamente nos pidieron un taxi ejecutivo en el que nos devolvimos ya mucho más cómodos. Una vez en el Hotel fui directo al baño y al mirarme en el espejo… vi que mi sonrisa de dentadura natural, perfectamente pareja estaba adornada por una acelga que tapaba mi incisivo izquierdo, se veía como que me faltaba un diente!!! Toda la reunión estuvo ahí. Me imaginé dándome importancia en la reunión mientras mostraba mi sonrisa con un diente menos… vaya ejecutivo que soy.

Más tarde, nuestros proveedores nos invitaron a cenar, esta vez a un restuarante conocido. Mientras esperábamos el taxi, le digo a mí amigo, imitando su acento:

-¡Sos un choto!, por qué no me dijiste nada –le reclame, sin decirle de qué se trataba.

-Che… ¿me lo decís por la verdurita esa en tu diente?

-¿Qué?, Boludo ¿la viste y no me dijiste nada?

-Che, es que no sabía cómo decírtelo, pensé que pasaba re-piola –me contestó a modo de disculpa, pero sé que se aguantaba la carcajada.

Finalmente lo tomé para la risa y durante la cena bromeé sobre lo sucedido. Total y sin ninguna duda, ¿A quién no le ha pasado?

La Invitación

Hay pequeños instantes en la vida que van torciendo nuestro camino, para bien o para mal, son sutiles curvas y pendientes, a veces sorpresivas bifurcaciones en las que tenemos que decidir cuál dejar atrás demasiado deprisa. Los instantes más sutiles, los más personales e inconfesables son quizá los que en el tiempo son los más radicales.

El Golpe Militar azotó a mi familia como un relámpago, fue sorpresivo y fulminante. Después como siempre, llegó el trueno, lo esperamos con temor, porque no importa dónde te escondas, sabes que  lo vas a sentir.

Mis padres se habían separado un par de años antes, yo era demasiado distraído para entender que en esa época el divorcio era algo poco común, de a poco noté que mi papá ya no alojaba en casa y sus visitas eran cada vez menos frecuentes. Pero para mí, pocos minutos con él eren suficientes. Era de carácter alegre y gran simpatía, me cantaba canciones y relataba historias divertidas que me hacían reír todo el día. Tampoco contaba con mi mamá para todas mis necesidades, a veces solo recibía un regaño sin saber qué es lo que había hecho mal, el divorcio había sido más difícil para ella. Ser inconsciente, tonto o soñador, como quieran llamarle, de alguna manera me protegió, pero a la vez hizo que mi niñez temprana fuera muy solitaria.

El Golpe fue duro como ya dije, muchos amigos de la familia huyeron, fueron exiliados o ejecutados; y otros por miedo o un nuevo odio se alejaron. Mi padre fue encarcelado y enviado a Pisagua. Por otra parte, mi mamá que ya tenía una nueva pareja -un pintor de renombre -estaba ocupada y preocupada de sus amigos. Hubo semanas, quizá meses que no veía a mi mamá, en los que mis hermanos y yo quedábamos a cargo de algunos tíos o de mi abuela. Yo para ese entonces tenía cinco años.

Vivíamos en Iquique y mi madre decidió seguir a su pareja a Concepción. Abandonaba el único lugar en el que me sentía seguro, mi casa grande y blanca; llena de luz, espacio y hermosos jardines. Dejaba atrás a Sonia, mi nana,  a quien quería más que a mi mamá. Tampoco volvería a ver a mi amigo y protector, Benjamín, el policía que cuidaba la casa vecina que pertenecía al Prefecto de Carabineros.

Después de varios días de viaje, llegamos a casa de mis tíos en Santiago, mi madre nos dejó ahí y siguió hacia el Sur. Yo no preguntaba nada, me dejaba llevar, nunca reclamé ni pregunté. Supongo que le hacía la vida fácil a todos, era obediente, aunque inquieto, nunca pedía ayuda para nada.

Hasta que un día llegó el trueno…, uno de mis tíos nos avisó que iríamos a ver a mi padre, había pasado un largo tiempo. Recuerdo que recorrimos gran parte de Santiago por al menos una hora, hasta que llegamos a una calle donde él nos esperaba en la vereda. Por fuera era mi papá, pero solo quedaba la cáscara de lo que había sido, tenía algo en su expresión que lo hacía totalmente diferente, su sonrisa encantadora lo había abandonado. Apenas me tocó el hombro al saludarme, mientras me hablaba sus ojos inquietos y asustados  estaban perdidos buscando algo. Se dedicó a conversar con mi tío y unos minutos después nos despedimos por última vez. No lo volvería a ver hasta en quince años más. Si lo hubiera sabido, si alguien me lo hubiera dicho, yo lo habría abrazado muy fuerte para retener su calor, su olor y sus palabras; con cinco años yo ya había aprendido a guardar mis recuerdos importantes, de verdad que lo habría logrado. Habría llorado para que mis lágrimas quedaran en su piel y se llevara algo mío. Pero no lo supe y no lo entendí hasta mucho tiempo después.

Al cabo de unos meses viajamos en tren a Concepción, donde nos esperaba mi mamá. El brutal cambio de paisaje del norte al sur fue la mejor bienvenida que pude tener, toda la selva que siempre soñé dentro de mi imaginación era real, la lluvia que solo conocí por televisión me recibió abundante, me paré por varios minutos bajo ella para sentirla, hasta que mi abuela me tomó de la oreja para que entrara a la casa.

Era una casona muy antigua, la había construido el padre del novio de mamá a pulso y se notaba. Grande, húmeda y oscura; pero como toda casa de un artista, estaba llena de magia y secretos. Cada objeto tenía una historia, una leyenda, que el tío Julio me contaba solo a mí. Es que llegamos a mitad del año escolar y quedé en un colegio en la jornada de la tarde y mis hermanos en la mañana. Siempre me he despertado temprano, así que todas las mañanas acompañaba a Julio en su taller. Era muy mayor y no era una persona cariñosa, pero sí muy simpático y lleno de historias que contar, había sido novio de Violeta Parra, fue amigo de Pablo Neruda y conocía personalmente a Indira Gandhi; y ya había dado la vuelta al mundo un par de veces, la gran cantidad de objetos curiosos que almacenaba eran prueba de ello.  Yo por mi parte, era muy respetuoso y lo escuchaba con atención, ya había sido advertido por mi madre que no lo molestara, así que siempre me acercaba tímidamente esperando que él me hablara primero.

Mi amistad con Julio duró menos que un suspiro, porque el trueno seguía sonando y retumbando. Julio tuvo que esconderse en un lugar secreto, una vieja casa en el campo donde hasta las ventanas estaban tapadas por tablas, solo pude ir a verlo una vez. Era buscado por los militares, también algunas de sus obras, los murales de los que la ciudad antes estuvo orgullosa, ahora eran motivo de verguenza y fueron destruidos. Nuevamente quedé solo y por mi horario escolar tampoco tenía a mis hermanos. Fueron largos meses de soledad a  los que después me acostumbré, empecé a tener conductas extrañas, solía esconderme incluso cuando no había gente alrededor, me gustaba ser invisible. Apenas aprendí, empecé a leer mucho, casi cualquier cosa, desde revistas de historietas, cuentos y hasta las novelas rosas de las revistas de bordado y tejido de mi abuelita, creo que era otra forma de ocultarme.

Finalmente Julio y mi mamá huyeron a Costa Rica y nos dijeron que nos vendrían a buscar, así que volvimos a Santiago con mi abuela. Durante casi un año no volví a ver a mi mamá, hasta que finalmente retornó y con ella llegó algo más, una sombra de dolor y derrota que la seguiría para siempre. Su relación con Julio había terminado, creo que ella no lo entendió así, pensó que cuando Julio pudiera regresar, volverían a estar juntos y lo esperó, de verdad que lo esperó. Era como vivir con una persona, pero que no está, solo que mi mamá de manera enfermiza quería que fuera de otra manera. Ella casi hacía como que Julio estaba en Chile,  quería que le dijéramos papá, pero yo ya tenía uno.

Al año siguiente entré al colegio que sería el definitivo, aunque habiendo estado menos de un año en todos los colegios anteriores no tenía como saberlo. Tenía siete años y entraba a tercero básico. Di una prueba de ingreso, era fácil y casi no le di importancia, había otro niño muy tímido a mi lado. Después de terminada la prueba nos hicieron ir a una sala donde estaba el resto del curso, en la puerta decía “3 B”.

-Hola soy Marcos, ¿Cómo te llamas? -me dijo en voz baja mientras caminábamos a la sala. Era tímido pero sus padres nos acompañaban a pocos metros y creo que eso le daba valor.

-Soy Flavio -le di la mano y pregunté -¿Por qué nos hicieron esa prueba solo a los dos? -realmente no sabía para qué era.

-No sé, era difícil no contesté mucho, pero la Señorita me dijo que no importaba, así que la entregué. -me contestó preocupado mientras miraba a sus papás.

Pensé que seríamos buenos amigos.

Entramos en silencio no nos presentaron a nuestros nuevos  compañeros y nos sentamos juntos adelante. Al cabo de unos minutos fueron a buscar a mi nuevo amigo y acompañado de sus papás lo llevaron al curso inferior, no dijeron nada, pero supuse que había dado una mala prueba. Mi primer impulso fue seguirlo, no conocía a nadie más, pero la profesora me puso una mano en el hombor para detenerme, mientras con su mirada me decia que no me atreviera a emitir sonido alguno. Perdí a mi único amigo, un amigo de apenas minutos, pero no sabía si tendría la oportunidad de tener otro. Además Marcos no habría tenido ningún problema en quedarse en el curso, pues se convirtió en el mejor alumno de su generación desde ese año hasta que terminó su etapa escolar.

Cuando se presentaron mis compañeros, fue como yo ya sabía que sería, lo había vivido muchas veces. En la primera media hora fui informado de quién era el matón del curso, aún más, supe por orden quien podía vencer al otro en una pelea y automáticamente deduje mi posición en esa escala alimenticia. Conocí a los mejores y los peores alumnos, al que corría más rápido, a los más hábiles para jugar a la pelota.  Y quienes eran los mejores amigos entre ellos.

Mi madre a pesar de ser médico ya había vendido su casa y todas nuestras pertenencias dos veces en pocos años a precios regalados. Estábamos totalmente quebrados, su año en Costa Rica había agotado todos nuestros ahorros y ahora empezábamos nuevamente. Por lo tanto, cuando entré al colegio no tenía el uniforme que correspondía, tampoco tenía un bolsón donde poner mis libros y cuadernos, entonces los llevaba en una bolsa de género e hice mi propio estuche de lápices con una caja de galletas metálica. Yo no tenía como saber que todo eso era barato, mis otros dos hermanos reclamaron y tenían de todo, pero yo vivía en otro mundo y nunca quería molestar, así que callé. Mi mamá vivía para su relación virtual con Julio, así que creo que nunca se habría dado cuenta si me faltaba algo a menos que yo se lo dijera.  De hecho no me gustaba que supiera que estaba enfermo, es que la veía tan triste. Tanto es así que cuando entré a la universidad me tomaron una radiografía de tórax y me mostraron unas calcificaciones que correspondían a una tuberculosis que debo haber tenido en mi infancia, mi madre médico, nunca lo supo.

Mi falta de “homogeneidad” con el curso, me aisló más aún. Además, a  los siete años era el único de los hombres que no sabía jugar fútbol, ni siquiera me sabía las reglas. Durante los primeros meses hice lo mejor que sabía hacer, ser invisible. No era brillante, pero afortunadamente, quizá por lo extraño de mi comportamiento, y por los conocimientos que absorbía de mis largas lecturas en soledad, tanto los profesores, así como algunos de mis compañeros creían que yo era muy inteligente. Eso último siempre me ayudó para que me respetaran, y  generalmente quienes sufrían algún tipo de bullying se acercaran a mí, pero no tanto como para hacer un lazo de amistad, es que yo no me sentía capaz, quizá inconscientemente no quería perder a alguien importante nuevamente. Incluso por momentos creía haber perdido a mi mamá, ella al igual como antes había pasado con mi papá,  se había convertido en otra persona.

Durante todo el año vi pasar las tarjetas de cumpleaños por mi lado, nunca había una con mi nombre, cuando fue el mío, le dije a mi mamá que no lo quería celebrar. No habría soportado la tristeza de mi madre si es que no llegaba nadie. Ahora sé que siempre el problema fui yo, mis hermanos hacían su vida normal, llenos de amigos e invitaciones.

-Flavio, te invito a mi cumpleaños –me dijo Yerko con un gran sonrisa. Vi su largo brazo extendido hacía mí que tenía en su mano un tesoro, una tarjeta de cumpleaños. –Es el sábado en mi casa.

Lo miré y no dije nada, tomé la tarjeta con cuidado, sin abrir el sobre y lo guardé en mi bolsillo. Me avergonzaba mostrar felicidad por la invitación, así que disimulé, pero en el recreo corrí más rápido y salté más lejos que nunca mientras jugábamos.

-Mamá, Yerko me invitó a su cumpleaños – le dije mostrando la tarjeta para que la leyera.

-¿El hijo de Marcela?, entonces el sábado en la mañana vamos a comprar el regalo, después te dejo ahí y te vienes con algún tío. Tú sabes que conozco a sus papás, debe ser muy amigo tuyo, es un niño estupendo. Sus padres son muy amables, quizá después lo puedes invitar a casa,  o mejor aún pueden ir juntos al cine. -Siempre era así, creaba un mundo que me abrumaba y al que yo sentía que no pertenecía, era como el invento de que Julio era mi papá.

No me preguntó cómo me sentía, si quería ir, ni quienes eran mis amigos. Pero yo ya sabía que mi nueva mamá no era de las que escuchan tu corazón de verdad,  su estetoscopio solo servía para sentir los latidos.

Elegí un tablero chino, de esos  que se daban vuelta y eran Dama por el otro lado. Pedí que lo envolvieran en un papel para niños grandes, Yerko era de los compañeros más maduros y como era alto me parecía de mayor edad aún.

Mi mamá me dejó en la esquina, estaba apurada, solo me indicó donde quedaba la casa, quizá no quería que la vieran en su auto viejo, en realidad no sé.

Afuera estaba Yerko con su mejor amigo, Rodrigo, jugando con una nave espacial a pilas, tenía luces y hacía ruiditos mientras se movía.

Apenas me vio, Yerko caminó hacia mí. Yo extendí mis brazos para hacer distancia con el regalo. Pero él lo tomó con una mano, lo dejó en el suelo y me dio un abrazo.

-Feliz cumpleaños –le dije, pero la felicidad era mía.

-Mira la nave que me regaló Rodrigo, se mueve sola -ahora por alguna razón me parecía mucho más luminosa.

Saludé a Rodrigo de abrazo también, pero esta vez yo lo busqué, y por media hora jugamos juntos los tres.

Después llegó el resto de los invitados, no me tuve que esconder, ya nunca más me sentí solo.

Al año siguiente mi mamá fue a especializarse a Santiago, nuevamente cambié  de colegio, pero ahora sabía que era solo por un año, o quizás, por primera vez me interesaba que fuera así.

Cuando volví al curso, ya en quinto básico y con nueve años, el primero en recibirme fue Yerko.

-Flavio, ¿te acuerdas cuando fuiste a mi cumpleaños? –me preguntó con su gran sonrisa de siempre.

-Sí me acuerdo –le contesté en voz baja, casi con vergüenza.

Me habría gustado decirle que me iba a acordar toda la vida y nuevamente darle un abrazo.

Kaprona Introducción: El Retorno

“….La vida, el tiempo o ambos son implacables, nos van arrebatando la magia de nuestra alma, nos van apagando desde afuera hacia adentro. También hacemos nuestra parte mientras crecemos, empezamos a avergonzarnos de sentir y mostrar la magia que nos queda y así la vamos perdiendo, hasta que un día ya no nos acordamos que estaba ahí. A veces, se nos da una pequeña oportunidad, por instantes el recuerdo se asoma, sentimos que algo nos falta, pero no estamos seguros de qué es, ni dónde o cómo buscarlo. Es como esa sensación de la primera vez que una chica linda te trata de Señor cuando le sonríes…”
(Extracto del relato El Momento)

Encontré una pequeña joya en mi memoria: cuando eramos cinco niños que durante un año fuimos dueños de un mundo mágico que estaba en algún lugar de un cerro detrás de nuestro colegio, inmerso en la naturaleza, donde el alimento y el agua eran abundantes, así como los peligros que nos acechaban. Quizá lo más maravilloso era que ahí el tiempo se expandía y  transcurría al menos diez veces más lento.

El lugar se llamaba Kaprona, si lo buscan estoy seguro de que no encontrarían la entrada, cada día estaba en un lugar diferente. Sólo sabíamos que habíamos llegado, porque nuestros corazones se iluminaban,

Ya contacté a dos de mis compañeros de aventuras para que me ayuden a contar alguna historia, es que hay una niebla, presiento que viene de Kaprona, esa bruma adormece mi mente cuando trato de recordar. Si juntos lo logramos, quizás, podremos compartir con ustedes un poco de magia.

Me gustaría volver a Kaprona, pero por este año debe pertenecer a otro grupo de niños y creo que debemos dejarlos que exploren solos ese maravilloso lugar.

Kaprona Capítulo 1: El Pueblo

Me llamo Flavio, crecí en un pueblo pequeño al sur del mundo, el nombre no importa. Allí la naturaleza era abundante, gélida y húmeda. Los inviernos eran largos y lluviosos. El pueblo estaba rodeado de frondosos cerros, por lo que el Sol aparecía muy tarde y nos abandonaba demasiado temprano.

Un río cruzaba el pueblo, tenía cientos de metros de ancho, pero curiosamente era muy bajo y sus aguas avanzaban con lentitud y paciencia. Si sabías por donde caminar podías cruzar a pie hasta la otra orilla sin mojarte el pelo, pero nunca había que hacerlo solo, porque podía estar acechando El Cuero, no había otra explicación para las docenas de ahogados que cada año teníamos que registrar.

Con once años ya me sentía con la libertad de ir hasta donde quisiera sin pedir permiso ni decir donde estaba, era un pueblo tranquilo. No era necesario ir a un supermercado a comprar el pan, la leche o el periódico, estos llegaban a diario a las casas transportados en carros impulsados por bicicletas. Si tenías suerte, en un día lluvioso, podía pasar cerca de tu casa un hombre con un saco lleno de camarones, yo siempre estaba atento a su llamado y corría a buscarlo, en recompensa mi mamá me regalaba los más grandes, con los que organizaba batallas épicas en la tina del baño.

No todas las casas tenían teléfono, sólo recibíamos una débil señal de dos canales de televisión  y apenas una decena de radios AM; la única radio FM programaba música orquestada, de esas que hoy ponen en los restaurantes elegantes y en los supermercados temprano en la mañana. Sólo se leía el diario del pueblo que destacaba nuestros escasos triunfos deportivos, la agenda social, los eventos culturales y sabíamos también de nuestros héroes y villanos. No había McDonalds ni Malls, sólo unos cuantos cafés para caballeros como el Haití, donde se hablaba de fútbol y otro para señoras donde se hablaba de los maridos.

Había una casa de remolienda que era famosa en todo el país, todos nos sabíamos la dirección, con mis amigos caminábamos con vergüenza por la vereda de al frente mirando de reojo buscando ver alguna chica.

La carretera principal pasaba muy lejos del pueblo, si alguien quería visitarnos debía recorrer kilómetros de peligrosas curvas a través de los cerros, pero el viaje siempre valía la pena, eso decíamos, estábamos orgullosos de lo nuestro. Era un pueblo como cualquiera, con una plaza central rodeada de los edificios típicos, la iglesia católica, la municipalidad, el correo, el teatro y las tiendas de los más ricos.

Era un lugar parecido a muchos, pero extraordinario como ninguno, sobre todo de noche, cuando deambulaban los brujos disfrazados del Tue-Tue volando junto a un Colo Colo, esa serpiente emplumada que nacía cuando un huevo huero era robado y empollado por una culebra. En la noche de San Juan escuchábamos los llantos de las Pascualas -las tres hermanas que  se ahogaron por amor-. Un extraño cerro amarillo colindaba con una laguna oscura que había sido la tumba de unos esclavos negros que se amotinaron, en las noches calmas con suave brisa si poníamos atención, se oían los cánticos de los ejecutados haciendo sonar sus cadenas y grilletes mientras caminaban para sumergirse nuevamente en las turbias aguas.

La laguna que más me gustaba era una muy pequeña y redonda. Tan pequeña que con la fuerza suficiente, de un puntapié, podías hacer que una pelota la cruzara de lado a lado, se decía que no tenía fondo, que era un ojo de mar, un mar que estaba a kilómetros de distancia y se conectaban por intricados túneles subterráneos, de hecho todos conocían la historia de algún ahogado en la laguna cuyo cuerpo había aparecido flotando en el mar arrastrado por El Cuero y Las Mantas.

Por supuesto habían varias escuelas y un par de buenas universidades. Nos enorgullecíamos de la calidad de nuestra educación. Tuve la suerte de asistir a un colegio apartado, tanto así que había que llegar en los buses del establecimiento. Este quedaba a la orilla de un río y por los otros tres costados estábamos rodeados de cerros. Era una fortaleza.

Kaprona Capítulo 2: Los Tres Mosqueteros

-Flavio, tenemos que hablar –me dijo en voz baja Nelson, al mismo tiempo que me hacía señas apuntando a Héctor y a Rodrigo quienes me miraban disimuladamente –. Hablemos en el recreo -agregó serio.

Yo como siempre estaba dormitando en la clase de Ciencias Naturales, casi como un murmullo escuchaba al profesor hablar de mitocondrias y  cloroplastos, mientras tanto rayaba líneas sin sentido en la hoja del cuaderno para simular que tomaba apuntes. Así que el mensaje de Nelson me despertó de mi sopor y captó toda mi atención.

-¿De qué se trata? –pregunté intrigado, aunque sabía que él frecuentemente exageraba, yo sí podía estar seguro de que  lo que tenía que decirme era más interesante que la clase de células. Nelson sólo me hizo un gesto para que guardara silencio y se volvió hacia el pizarrón.

Nelson a pesar de ser menudo y de baja estatura, al menos tan bajo como yo, siempre se hacía notar. Dueño de una personalidad histriónica por naturaleza, no conocía la vergüenza, por lo que era el primero en ofrecerse para cualquier acto público, ya sea leer las efemérides, recitar un poema, cantar el himno del colegio a capella o bailar el primer pie de cueca de las fiestas patrias. Por cierto, no desteñía, era muy buen alumno y le gustaba que los demás lo supiéramos. A veces para mí era irritante, pero gracioso a la vez,  verlo celebrar sus logros más pequeños con tanta exageración, en eso Rafael Nadal me recuerda mucho a él. Sólo lo podía opacar en histrionismo Héctor, su socio a todo evento.

También de personalidad desbordante, Héctor quizá no era tan talentoso  como Nelson, pero era más divertido de observar. Era de los que hablan lo que piensan sin filtro, por lo tanto, cada vez que abría la boca se generaba gran expectación.

Recuerdo un día memorable del parcito. El Sr. Daza, el profesor de historia, se había ausentado por enfermedad, entonces teníamos la hora libre y nos asignaron a la profesora de inglés para que nos cuidara, en general, lo que se hacía era cantar o hacer juegos educativos. Miss Sibila después de hacernos cantar unas cuantas alegres canciones en inglés, esas mismas que ya nos sabíamos desde hacía seis años, preguntó:

-¿Alguien de ustedes quiere cantar o recitar acá enfrente del curso?

-Nosotros! – se apuró en contestar Héctor tomando del brazo a Nelson–. Tenemos un par de canciones que hemos practicado.

-La de la gatita! –pedían algunos compañeros –. Canten la de la gatita.

¨La de la gatita¨… se referían a una divertida canción/trabalenguas que era el clásico de esta pareja de “artistas”, así que salieron adelante a hacer su interpretación:

Era una gatita

Épica, pilética, pilim plin plética

pelada, peluda, pilim plin pluda

Y tuvo unos gatitos

Épicos, piléticos, pilim plin pléticos

pelados, peludos, pilim plin pludos…    

 

Entre risas sacaron aplausos y eso les dio valor para ir más lejos.

-Ahora les vamos a presentar nuestro último éxito, es una canción compuesta por nosotros –dijo Héctor con orgullo–. El ¨Skipis One¨.

Inmediatamente miré a la profesora  para ver si yo no había entendido bien y realmente cantarían una nueva canción en inglés. Pero Miss Sibila tenía la misma cara de sorpresa de todos.

La canción partió con una coreografía en que ambos se movían chasqueando los dedos como si escucharan imaginariamente una banda de Rock and Roll. En esos momentos yo ya me contenía una carcajada, sólo no quería ser el primero al que se le llamara la atención por no respetar a mis compañeros.

Five, four, three, two, one…

Skipis one,

Skapious two,

Wineguel agou…

 

Quéee!!!???… no lo podía creer, hubo unos segundos de desconcierto y después morí… Apenas podía respirar de la risa. Fue un éxito total, los que podían aplaudir se pararon para ovacionarlos, mientras nuestro dúo seguía cantando y bailando al mejor estilo de Elvis. Miss Sibila se tuvo que sentar y sujetarse de la mesa para mantener el equilibrio mientras miraba por la ventana para que no la viéramos reírse.

Creo que lo que acabo de relatar expresa muy bien quienes eran Nelson y Héctor.

Por último estaba Rodrigo, ocasional socio de los otros dos, era más corpulento, el típico amigo tras el cual te escondes cuando te están persiguiendo. No era un matón, al contrario, era muy alegre e inocente, así que siempre les celebraba las payasadas a ambos y se prestaba como conejillo de indias cuando alguna idea revestía algo de peligro, digamos que era una especie de explorador.

Por otro lado, yo era bastante solitario, no tímido, pero sí introvertido. En clases mi mente a menudo quedaba en blanco. Por alguna razón corría el mito que yo era muy inteligente, así que seguro que quien me veía con la mirada perdida en el horizonte, creía que yo estaba elaborando alguna teoría más allá de la clase, porque supuestamente todo era fácil y aburrido para mí.  Pero quien tenga déficit atencional concordará conmigo, que cuando uno dice “mente en blanco”, es simplemente eso, no pensar en nada. Bueno, no existe no pensar en nada a secas, pero si existe el no pensar en nada coherente.  De alguna manera ese sopor que me acompañaba me alejaba de tener amistades muy profundas.

Sin embargo, ese día, los “Tres Mosqueteros” querían compartir un secreto conmigo. Durante los minutos que siguieron sólo miré el reloj de la pared hasta que sonó el timbre del recreo.

Kaprona Capítulo 3: La Hermandad

Aún era temprano, la bruma matinal recién se disipaba y el Sol se asomaba tímidamente tras los cerros. Una extraña Luna Llena de color rojizo era el astro más brillante a esa hora.

-Flavio, debes jurar con sangre que no vas a repetir nada de lo que hablemos ahora –me advirtió Nelson. A la vez me hizo un gesto con el dedo índice para que hablara lo más bajo posible.

-Por supuesto, lo juro –dije haciendo la señal de la cruz hacia el cielo y besando mi puño –díganme de que se trata. –Yo era bastante confiable y ellos lo sabían.

-Encontramos una entrada al cerro –me dijo Nelson en voz baja. Héctor y Rodrigo asentían mientras vigilaban que nadie nos estuviera escuchando.

-¿Al cerro?, ¿nadie los vio? –soné preocupado. Es que entrar al cerro estaba prohibido.

El colegio se había construido en la base de un cerro que naturalmente terminaba en un rio de más de un kilómetro de ancho. Su vegetación era una verdadera selva, de sus gigantescos y frondosos árboles caían enredaderas que después se arrastraban por el suelo sin dejar ningún centímetro de tierra a la vista. Por todo su borde se extendían espesos arbustos de afiladas espinas que no permitían el paso de animal alguno. Sin duda el bosque en su interior era oscuro, no podía imaginar como la luz del sol podría penetrar esa densa capa verde oscura. Desde cientos de metros se podía sentir como respiraba, la niebla que siempre lo acompañaba se movía a un ritmo lento, pero si observabas bien, ese ritmo era constante, lo que significaba, sin discusión, que el cerro estaba vivo.

Para construir el Colegio, los Masones habían tenido que cortar gran parte de la ladera del cerro, les tomó años, porque tenían que arrancar los árboles de raíz. A las pocas semanas, de nuevo todo estaba cubierto de maleza y arbustos. Hace un tiempo le pregunté a un amigo Masón como había sido posible en esos años:

-Fue con la ayuda de los “Grises” –me contestó serio después de pensarlo un rato.

-¿Los Grises? ¿A qué te refieres? –pregunté, aunque sabía que quizá no habría una respuesta.

-Desde ahí sacaban tierra –fue lo último que me dijo al respecto. Aunque insistí, no me dio mayores explicaciones.

El reglamento del Colegio era más que nada una lista de prohibiciones. Las sanciones más duras, incluso la expulsión, se aplicaban a cualquier intento de entrar al cerro. Pero aún a riesgo de cualquier pena, entrar a la selva era imposible, el corte vertical que se había hecho al cerro estaba cubierto de espinudos arbustos, era una muralla natural de varios metros de altura. La única entrada posible estaba siempre vigilada por los auxiliares del colegio y una jauría de perros.

-Hay un lugar detrás del gimnasio por donde Rodrigo pudo subir la muralla – me explicó Nelson mirando a Rodrigo para que reafirmara.

-No es fácil, es resbaloso, pero afirmándose de unas raíces después se puede alcanzar unas lianas que son como una escalera –continuó Rodrigo –La mayoría no podría subir, pero entre los cuatro nos ayudamos.

Ahora entendía porque me estaban invitando, Rodrigo era un verdadero mono, podía trepar cualquier cosa y no tenía temor a caer o accidentarse, su cuerpo ya había resistido varias caídas. Por otra parte Nelson y Héctor, siendo ambos buenos deportistas, eran muy menudos y frágiles, la fuerza de brazos no era lo suyo. Y yo sin ser como Rodrigo, a pesar de mi baja estatura, era muy ágil y me podía mi cuerpo con facilidad. Rodrigo me necesitaba para subir a Nelson y Héctor por el muro.

-Después de la “entrada” a unos cuantos metros hay una especie de túnel/sendero, pero hay que arrastrase un poco, seguro va hacia algún lado -explicó Rodrigo.

-¿A qué lugar? –pregunté. Supuse que tenía alguna idea de donde terminaba el sendero, Rodrigo no era de los que se iba a quedar con la duda.

-A Kaprona –dijo Héctor. Hasta ahora había estado callado, pero así era él, siempre esperaba el momento de mayor impacto para hablar.

-¿Kaprona? ¿Qué es eso? –mi curiosidad ya no daba más. Al diablo con las sanciones del colegio, quería ir.

-Rodrigo dijo que más allá estaba Kaprona, ¿cierto Rodrigo? –aseveró Héctor mirando a Rodrigo.

-Sí, aunque no me adentré más, escuché ruidos de animales extraños y ecos de voces lejanas – replicó Rodrigo con seriedad.

-¿Qué dices Flavio? ¿Vas con nosotros? -me preguntó Nelson, pero el ya adivinaba mi respuesta.

-Sí, claro que quiero ir, pero tiene que ser en el recreo largo de mañana y tenemos que venir preparados –esa era una de mis cualidades, siempre era precavido y sabía lo que había que hacer –tenemos que llevar agua y alimentos, con un sándwich cada uno bastará.

-Hecho –dijo Héctor con solemnidad -la “Hermandad de Kaprona” se ha formado -continuó y haciendo un gesto teatral señaló la Luna de color rojo sangre que nos observaba desde el cielo.

-Ahora separémonos para que nadie sospeche –dijo Nelson.

Me dieron risa esos últimos comentarios. Nelson y Héctor eran muy dramáticos, pero me aguanté, no quería que dudaran de haberme invitado.

Kaprona Capítulo 4: La Mosca

Una semana  atrás en la clase de orientación se había tocado el tema de la dificultad académica de séptimo básico comparada con la del año anterior.

-El nivel en matemáticas está muy disparejo -la orientadora nos observaba con severidad -Vamos a hacer tutorías para los alumnos de más bajo rendimiento. ¿Quienes creen que necesitan ayuda de sus compañeros? -preguntó.

La pregunta era sorpresiva y a la vez astuta. No estaba señalando a los peores alumnos, cualquiera podía anotarse. Pasaron largos segundos en los que todos nos miramos las caras hasta que Héctor levanto su mano.

-Yo, señorita, puedo mejorar en un 200% -dijo con seguridad.

No creo que haya calculado ese porcentaje, más sonaba a alguna frase del entrenador de Basquetbol .De hecho pensé que si realmente mejoraba un 200% su promedio podría llegar a un nueve y la nota máxima era siete. Entonces levanté la mano para decir que no se podía mejorar tanto.

-Muy bien Flavio, es muy generoso de tu parte ofrecerte como tutor -la orientadora me miraba con una gran sonrisa.

-Señorita, es que….-me detuve y no dije lo que realmente iba a decir, porque la orientadora pidió un aplauso para mi.

Aunque era un buen alumno en matemáticas estaba lejos de ser el mejor. Nunca había estudiado para una prueba y entonces me sentía incapaz de enseñar, mi cuaderno ni siquiera tenía las tareas hechas. Pero era mi momento de fama, miré a Héctor haciendo la V de victoria con los dedos de la mano izquierda, el me devolvió el mismo gesto.

Ese mismo día de nuestra primera conversación acerca de Kaprona tenía que ir a casa de Héctor en mi rol de tutor.

Vivía en un barrio muy alejado del mío, así que tomé el bus correspondiente con él . La Villa Spring Hill quedaba al otro lado del río, mientras cruzábamos por un puente interminablemente largo, pensé en la suerte de quienes tenían que hacer ese viaje todos los días. Las aguas calmas rodeaban con respeto los bancos de arena y la luz del sol se reflejaba de forma hipnótica formando miles de estrellas ondulantes sobre el rio. Héctor hablaba conmigo y con nuestros demás amigos que vivían cerca, pero yo estaba perdido soñando que era un indio que navegaba río abajo con la lanza preparada para cazar al Cuero.

Cuando llegamos a la otra orilla, mire a mis compañeros y me di cuenta con tristeza que ellos ya estaban acostumbrados a la majestuosidad del río, …. ¿también me pasaría a mi?.

Llegamos a una bonita villa de casas de un piso, la mayoría tenia jardines frontales muy bien cuidados.

-Flavio, las baldosas aún no las terminamos de poner -me dijo muy urgido Héctor.

-¿Qué baldosas? -no tenía idea de que estaba hablando.

-Mentí, a algunos les dije que habíamos puesto unas baldosas en el patio y la verdad es que todavía no terminamos.-me contestó con una risa nerviosa -por favor, no lo menciones.

-Ah vale -jamás le había escuchado hablar de las baldosas, no entendía la importancia de aquello, pero me pareció un asunto absolutamente trivial.

Nos recibió su mamá, la Sra, Herrera, con una gran sonrisa, tenía puesto un delantal porque nos había estado cocinando unos bistecs con papas fritas y un huevo, y de postre un rico kuchen. Es que yo en mi rol de tutor era el invitado estrella.

Mientras almorzabamos las preguntas giraban en torno a qué profesión quería seguir cuando grande, cómo me iba en el colegio, si me gustaba estudiar.

-Ingeniería Electrónica, …bien Tío, …sí claro, estudio mucho – en esa última mentí, pero creí que era la correcto de decir.

-Héctor, ves tu amigo tiene metas, tienes que ser estudioso como él, ¿también te gustaría estudiar ingeniería?, es la carrera del futuro,  claro que tendrías que esforzarte más… tú puedes Héctor -el Sr. Herrera aprovechaba de “motivar”.

-Sí papá este va a ser mi año – dijo Héctor y repitió lo del 200%.

El bistec estaba rico y no ponía mucha atención a la conversación.

-… bla bla bla , ¿me contarias?, eh Flavio –me preguntó el Sr. Herrera.

Mierda, la pregunta era para mí y no la había escuchado.

-Sí, por supuesto -dije pensando que con eso zafaba

-Nooo-casi grito Héctor –no lo hagas. No le digas quien me gusta.

-Tranquilo, era una broma – dije, apenas podía hablar tratando de tragarme el montón de papas fritas que me había metido en la boca.

“Casi la cagué -pensé para mis adentros.

Los papás de Héctor se reían.

Yo sabía muy bien quienes eran las chicas a las que Héctor siempre declaraba su amor. Primero estaba Andrea una niña rubia y de tez blanca, muy correcta y femenina. Daba la impresión de la típica niñita destacada de un colegio de monjas. Envidiábamos su colación, siempre había un chocolate de marca Trencito que comía sin pudor mientras la mirabamos con admiración y deseo, …por el chocolatito obvio. Por otra parte estaba Claudia, una de las mejores amigas de Andrea, de grandes anteojos que le daban un aire intelectual parecido al de Vilma de la serie animada Scooby Doo. Si efectivamente era muy buena alumna. Era de a las que le pedías el cuaderno cuando te faltaba materia.

Héctor en sexto básico había tomado la decisión de pedirle pololeo a Claudia, es que Andrea tenia demasiados pretendientes y veía a Claudia con más posibilidades, pero yo pensaba lo contrario, es que esas chicas inteligentes e intelectuales son difíciles de complacer. Decidió que el momento justo era la gira de estudios que se haría a fin de año. Yo lo aconsejé y le di valor. Pero resulta que yo era el menos indicado en esos temas, todo lo que podía saber al repecto lo había aprendido de las novelas rosas que leía en las revistas de moda de la abuela María.

El día propicio en la gira ya habia demasiada expectación, Héctor fue demasiado solemne, le regaló a Claudia una cadenita. Creo que se sintió avergonzada y lo rechazó. Fue el primer corazón roto que vi. Pero a los once años esos golpes pasan rápido.

Mientras almorzabamos, una mosca que merodeaba la mesa captó mi atención. Hace poco había visto una película de Kung Fu de Jackie Chan, El Puño de la Serpiente, en la que como parte de su entrenamiento atrapaba moscas en el aire.

-Oye yo puedo agarrar esa mosca en el aire, igual que Jackie Chan -le dije en voz baja.

-A ver hazlo -me desafió.

Esperé a que la mosca se acercara lo suficiente y lancé mi mano hacia ella tan rápido como pude. Claro que sabía que no la atraparia, la mosca para mi es la obra de ingeniería más perfecta que se haya hecho, también es lo mas feo que existe. Pero verla volar haciendo todos esos cambios de velocidad y giros imposibles es un verdadero placer.

-Héctor la tengo en mi mano -dije en broma.

-A ver, ábrela -me contestó curioso.

Abrí la mano lentamente y para mi sorpresa ahí estaba la mosca toda reventada entre mis dedos.

-Waaaahh!! -exclamamos al unísono.

-A que asquerosidad están jugando, estamos almorzando -dijo la mamá de Héctor -vayan a lavarse las manos.

No quiso retarme sólo a mí, yo era el invitado estelar y todavía no empezábamos a estudiar. Así que Héctor también tuvo que ir al baño.

Después de repetirme las papas fritas y comer el postre, Héctor me desafió a un partido de ajedrez. El deporte familiar, tanto así que el papá pertenecía al club del pueblo. En el living había un tablero de mármol y  me senté a un extremo.

-No podemos usar ese ajedrez -me advirtió Héctor. Entendí inmediatamente y supuse que era como esas biblias de tapas de cuero y letras doradas que se ponen en un atril en las casas, y que siempre están abiertas en  la misma página. Este era un ajedrez que estaría siempre en la misma jugada. Pensé en cuantas cosas lindas que a veces son las más tristes y monótonas.

-Bueno en el que sea -soné desafiante -te cedo las blancas.

Hace un año, había sido derrotado en el ajedrez vergonzosamente con dos jaque mate pastor seguidos por Yerko, un compañero de curso. Siendo un buen jugador, había aprendido prácticamente solo y me di cuenta que me había faltado aprender algunas cosas básicas, así que pedí de regalo de cumpleaños un libro de ajedrez. Me gustaba mucho la defensa siciliana, que más que una defensa es un contrataque donde se abre con el peón del alfil de la dama y genralmente las blancas se ven obligadas a hacer el intercambio de piezas con el peón de la dama. Pero no era mi favorita por eso, sino que porque me gustaban las películas de la mafia, así que al ceder las blancas no entregaba ninguna ventaja.

El Sr. Herrera se paseaba simulando que no nos veía. Gané fácilmente y Héctor mirando a su papá me pidió la revancha. Entendí que esto importante para mi amigo, no me esforcé tanto, pero para que no se notara reclamé cada jugada en que Héctor tomaba ventaja. Finalmente perdí y declaramos que esto había sido un empate épico. El Sr. Herrera nos miraba con aprobación. El empate lo debe haber dejado satisfecho, yo había llegado con el cartel de “mateo”.

La verdad es que no estudiamos mucho. No sabía enseñar, ni por donde partir, asi que me dediqué a hacer los ejercicios de las tareas que no había hecho mientras Héctor me miraba y conversaba de cualquier otra cosa, claro que a la vez él iba copiando lo que yo hacía. Supongo que no aprendió nada y tampoco le pregunté , yo estaba mucho más interesado en hablar de Kaprona.

Héctor hablaba mucho de su papá, lo admiraba. Mis padres se habían separado cuando yo tenía dos años y a mi padre lo dejé de ver a los cuatro, por lo tanto, no sabia lo que era tener uno. Mientras más hablaba Héctor un sentimiento de envidia crecía en mi, durante varias semanas hubo momentos en que lo odiaba y no sabia por qué. … Y quizás por eso al día siguiente conté lo de las baldosas.

Kaprona Capítulo 5: El Llamado

Esperé con ansias que amaneciera, traté de dormir, pero los sueños sobre Kaprona, esa tierra que estaba a punto de descubrir eran demasiado vívidos. El olor a tierra húmeda, la niebla espesa y dulzona que se me pegaba a la piel y los ecos de las voces de las hadas y duendes que se ocultaban hacían vibrar mis sentidos. A ratos despertaba , la oscuridad y silencio de mi habitación me recordaban dónde estaba. Sin conocer Kaprona ya estaba impregnado por ella.

En la tarde había preparado un sándwich, al que le puse una generosa capa de manjar y agregué unas nueces. Pensé que sería lo mejor para recuperar energía si es que el viaje resultaba ser agotador. Lo envolví con dos servilletas y una bolsa plástica. Hice espacio en mi maletín negro tipo James Bond que usaba para llevar mis cuadernos al colegio, teniendo cuidado de que no quedara muy apretado.

Decidí que no llevaría mi cantimplora que me habían regalado en navidad, seria demasiado evidente y nos podía dejar al descubierto. Supuse que entre tantos frondosos árboles el agua seria abundante. Ahora por experiencia sé que no siempre es así y llevar agua es lo mas importante, pero a esa edad la única experiencia que tenía era la de las películas de Tarzán.

No tuvo que sonar la alarma. A las 6.30 ya estaba levantado y revisando el plan de la excursión. Tendríamos que encontrar la forma para ir detrás del gimnasio sin ser vistos por nadie. Nadie significaba nadie, inspectores, profesores, auxiliares y por sobre todo compañeros, es que a esa edad la lealtad es mas difusa, bastaría un poco de presión para que fueramos delatados.

La parte de atrás del gimnasio era una franja de no más de tres metros de ancho entre la pared posterior del edificio y la muralla natural del cerro. La ladera había sido cortada verticalmente para construir ahí el gimnasio y después con el tiempo la zarza y otras malezas espinosas habían cubierto la tierra antes desnuda. Acceder a ese lugar parecía simple, pero el miedo a ser descubierto era tan grande que muy pocos se atrevían. Los inspectores frecuentaban el único acceso. Se me ocurrió que si los cuatro nos sentábamos a un costado a conversar, podíamos encontrar una ventana de tiempo donde nadie nos observara. Hasta el momento nuestro historial de buen comportamiento nos hacía invisibles a los inspectores y eso era una ventaja.

Al llegar al colegio nos saludamos como si fuera el retorno de las vacaciones, notaba la excitación en mis compañeros. Durante las clases nos hacíamos señas para recordarnos entre todos que ya habíamos jurado lealtad y no cabía la posibilidad de arrepentimiento.

Finalmente el molesto ring del timbre eléctrico anunciaba el recreo largo, ese de gloriosos treinta minutos que partía a las 11.30 am. Gracias a ese recreo se que hay muy pocas cosas que no puedes hacer en treinta minutos y a diferencia de la mayoría, para mi el día se divide en cuarenta y ocho espacios de media hora.

Unos cincuenta metros nos separaban desde nuestro edificio hasta el gimnasio. Me di cuenta que no habíamos mencionado Kaprona durante toda la mañana. Al llegar a la entrada del pasadizo trasero nos detuvimos a conversar por primera vez.

-Flavio vigila que nadie nos vea. -me dijo Nelson -apenas des la señal caminamos rápido hacia el pasadizo.

-¿Qué señal? -pregunté, no me acordaba que hubiéramos acordado una señal.

-Cualquier señal weon, pero no grites – dijo Rodrigo riéndose.

Me ubiqué a unos metros de mis compañeros en una esquina dónde tenia visión completa del patio. Al cabo de unos segundos creí visualizar el patrón de vigilancia del Travolta, un inspector joven recién llegado al que le habíamos dado ese apodo por su parecido a John Travolta de la película Fiebre De Sábado Por La Noche. Era profesor de educación física, pero aun no tenía un curso asignado y provisionalmente estaba trabajado a la inspectoría, la temida policía del colegio a cargo del Señor Gómez. Este último tenían el poder de definir o cambiar las sanciones a su antojo, incluso llegar hasta la expulsión y vaya que si lo sabíamos todos. El Sr. Gómez no solía abandonar su oficina y se dejaba ver muy poco, generalmente solo te podías comunicar con él a través de su amable y silenciosa secretaria, la Srta. Eliana. Cuando se dejaba ver con su enorme barriga por el patio, todo se detenía, no importa lo que estuvieras haciendo, no pateabas ese penal, soltabas la mano de la chica que te gustaba, guardabas tu sándwich en el bolsillo, escupías el chicle de tu boca, cubrías con la mano ese botón que faltaba en tu delantal, … todo paraba, …todo se ocultaba, … todos callábamos. Pocas veces he visto tanto poder.

Pero el Travolta no era el Sr. Gómez, sólo era el Travolta y al Travolta le gustaba el fútbol y se entretenía viendo esos desordenados e imporvisados partidos que se organizaban entre cursos en el recreo. Sólo tenía que esperar alguna jugada de peligro en el arco más alejado. Eso no tardó en suceder.

-Ahora! -dije fuerte aunque sin gritar.

-¿Ahora que? -preguntó Héctor. Los tres me miraban sin hacer nada.

-Esa es la señal weon!! -dije con rabia. -¿para que me dicen que inventé una señal si no va a hacer nada cuando la de?.

No terminé de protestar cuando ya habían desaparecido por detrás del gimnasio. Volví a mirar hacia el Travolta y me moví rápido, pero sin correr, hacia donde habían ido mis compañeros. Rodrigo no perdía el tiempo, se había adelantado bastante y estaba metido entre la maleza buscando algo. Al acercarme me di cuenta que lo que se veía de frente como una muralla de malezas de costado tenia una entrada que solo se notaba a muy corta distancia.

-Acá está -dijo Rodrigo. Y se tomó de una rama alta. Con los pies se apoyó en las raíces y fue subiendo como un mono por la resbalosa y húmeda pared. Una vez arriba se acostó aferrándose con la mano izquierda a una liana y asomando medio cuerpo extendió su brazo derecho hacia nosotros. -Flavio que suba Héctor primero.

Con nuestras manos hicimos apoyos para los pies de Héctor, mientras Rodrigo lo tomaba del brazo para subirlo. Después siguió Nelson con el que seguimos el mismo procedimiento.

Finalmente fue mi turno. Use la misma técnica de Rodrigo pero en vez de la liana usé su brazo, es que por mi baja estatura la liana no estaba a mi alcance.

-¿Ven? Fue fácil -nos dijo Rodrigo. -Ahora hay que entrar agachados por aquí -señaló una especie de túnel pequeño formado por malezas y coligües.

No tendríamos que arrastrarnos, lo que era bueno. Seria difícil explicar el barro en nuestras rodillas a la vuelta a clases. Era oscuro pero se veía luz en el otro extremo a sólo unos cuantos metros.

Una vez al otro lado del pequeño túnel. Todo era distinto, casi era como lo había soñado la noche anterior. La luz penetraba a través del frondoso follaje en delgados rayos que se difuminaban al tocar la niebla que se levantaba sólo unos cuantos metros. El olor no era a tierra mojada, era diferente, algo especial, se mezclaban los aromas de los pinos, moras y otros vegetales. El piso era esponjoso por una rica capa de humus que quizá durante cientos de años nadie había pisado.

Me di vuelta a mirar extasiado a mis compañeros. Nelson y Héctor tenían la corbata de colegio en la cabeza, como si fuera un cintillo indio y sus pantalones estaban metidos dentro de los calcetines, sólo a eso último le encontré un sentido práctico, Rodrigo y yo les copiamos

-¿Para qué es la corbata en la cabeza? -dije divertido.

-Es para reconocernos con más facilidad. -me contestó Héctor.

-Pero weon, no hay nadie más , la corbata se va a llenar de la grasa de la cabeza. -protesté. Miré a Rodrigo que se reía mientras se ponía el cintillo, así que finalmente hice lo mismo.

Yo sólo quería adentrarme en el bosque, pero Nelson me detuvo y agregó.

-Esperen, necesitamos tener un llamado. Uh Uuh Uh Uuh. -hizo un sonido parecido al de un Búho.

-Uh Uuh Uh Uuh. – Repitió Héctor

-Uh Uuh Uh Uuh. – Rodrigo también hizo el llamado.

-Ug Uug Ug Uug. -ese fui yo, es que no se me dan esas cosas.

-Uggg Ug -repetí y mis amigos rompieron a reír.

-Cómo tan mal Flavio, es fácil Uh Uuh Uh Uuh – me dijo Nelson. Los demás repetían el llamado.

-No me va a salir eso, Ug Ug es mi llamado ya lo saben. -le repliqué mientras no parábamos de reírnos.

Nos detuvimos a mirar por donde empezar. Efectivamente había un sendero, pero se veía que no era de uso frecuente, quizá solo era utilizado por los delicados y etéreos entes que yo imaginaba.

Finalmente Rodrigo se decidió y empezó a caminar por el sendero. Yo lo seguí con cuidado de respetar el lugar donde estábamos, pensé que probablemente eramos los primeros humanos en pisar esa tierra.

No caminamos más de cincuenta metros ese día, porque todo era nuevo para nosotros, cada descubrimiento era señalado con Uh Uuh Uh Uuh o Ug Ug. Un árbol muy alto Uh Uuh Uh Uuh, una piedra de color extraño Uh Uuh Uh Uuh, un pájaro desconocido que nos observaba Uh Uuh Uh Uuh.

Inmediatamente supimos que nunca nos faltaría que comer, había abundancia de: moras verdes, rojas y moradas, las nalcas de un tamaño que jamás habíamos visto, matas de ácido culli y lo que finalmente se convertiría en nuestro principal alimento, el maqui ese fruto pequeño de color negro azulado.

Rodrigo tomó un puñado de maqui y se lo zampó en un solo movimiento. Después abrió su boca para que todos viéramos como se le había teñido de azul desde su lengua hasta los dientes.

-Uh Uuh Uh Uuh-dijo Héctor indicando la boca de Rodrigo y nuevamente todos nos largamos a reír mientras comíamos maqui en forma desenfrenada.

Mientras volvíamos, creí escuchar un lejano tambor, era un sonido rítmico y grave, puuum paf, puuum paf…. quizá era mi imaginación y ya habría tiempo de verificar, lo mejor era no preocupar a mis amigos.

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