La noche era tibia y húmeda, en el cielo apenas unos rastros de nubes difuminaban la luz de la luna. Por entremedio de los canelos surgió una figura frágil y ligera, apenas marcando sus huellas, como si tuviera alas en los pies. Se detuvo a la orilla del lago y permaneció inmóvil por largos minutos, con el sólo movimiento de su melena que se agitaba rebelde por el viento.


Había dejado pasar demasiado tiempo -pensó. Entonces suspiró hondo y susurrando algo parecido a una canción, tomó su vestido por sobre las rodillas y se adentró en el agua buscando su reflejo.


Daba pasos lentos e inseguros, lo que contrastaba con ternura con el ritmo suave de la hierba cimbreándose por la brisa nocturna. Con cada paso , pequeñas ondas se acercaban y alejaban; acariciaban y huían; descubrían y olvidaban al mismo tiempo.


Bajó la vista sin interrumpir su murmullo. Y como en un trance, fijó su mirada escudriñando en la profundidad, esforzándose por llegar al abismo. Apenas prestaba atención al espejo de la superficie, donde la imagen se detenía y luego se distorsionaba en hipnóticas ondas. 


“Ecos de nada -se dijo con angustia. Es que había cambiado… y como la mayoría de las veces sucede, fue en forma lenta, imperceptible y despiadada.


Detuvo su canto y con un grito ahogado en lágrimas retenidas, le rogó al Ngenechen que habita en el fondo del lago:


-¡Devuélveme el reflejo de lo vivido!

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