En los antiguos días de Egipto, cuando los faraones gobernaban y los dioses caminaban entre los hombres, había una musa conocida como Hecme. No era un nombre común, ni se la conocía entre las masas, pero en los rincones más recónditos de los palacios y los templos, donde los poetas y los escribas pasaban sus días y noches, Hecme era una figura de respeto y admiración.

Hecme no era como las demás musas. No llevaba los vestidos esplendorosos de Isis ni tenía la aterradora presencia de Sekhmet. En cambio, era tan sutil y silenciosa como la suave brisa del desierto, llegando a los escritores en momentos de bloqueo creativo o cuando sus palabras no podían expresar las profundidades de sus emociones.

Tenía un don especial para ayudar a los poetas. Sus susurros eran como hilos de oro, tejiendo ideas y palabras en sus mentes. Los inspiraba con visiones de estrellas danzantes y ríos de luna, de amores perdidos y batallas ganadas, de los misterios del Nilo y las maravillas del firmamento.

Una vez, un poeta joven y ambicioso llamado Amenhotep luchaba por completar un poema para el faraón. Había intentado mil veces y mil veces había fallado. En su desesperación, invocó a Hecme, y ella acudió a su llamado.

Hecme se apareció a Amenhotep no como una visión radiante, sino como un suave murmullo en su oído, una corriente de pensamientos e imágenes que llenaron su mente. Le habló de la grandeza del faraón, de su coraje y sabiduría, de su amor por Egipto y su gente. Le mostró visiones del faraón como un león en la batalla, como un halcón en el cielo, como el sol en su apogeo.

Inspirado por las palabras de Hecme, Amenhotep escribió un poema tan bello y poderoso que se convirtió en una leyenda en todo Egipto. Y desde ese día, cada vez que un poeta buscaba inspiración, invocaba a Hecme, la musa silenciosa, la portadora de las palabras de oro.

Y así, aunque su nombre no se conocía entre las masas, en los rincones más recónditos de los palacios y templos, donde las palabras cobran vida y las historias se eternizan, Hecme vivía en cada línea y cada verso, en cada poema y cada canción, en la pluma de cada poeta y en el corazón de cada lector.