Con un compañero de trabajo viajamos a una importante reunión de negocios en Lima. Pero antes de quisimos hacer un recorrido por la parte antigua de la ciudad.
Perú es famoso por su exquisita comida, es un centro gastronómico a nivel mundial, pero no quise almorzar en un restaurante famoso, propuse explorar los orígenes de la verdadera cocina popular peruana. Ya me creía un todo un explorador de esos de los documentales de TV por cable. Almorzamos rápido en un restaurante del centro, ubicando en un subsuelo, era oscuro y estaba sospechosamente casi vacío. Pero pensé que si Anthony Bourdain era capaz de sobrevivir y por sobre todo gozar de lugares aún más sórdidos, yo no podría ser menos, a diferencia de él yo nací en el tercer mundo, así que mi estómago y paladar no sufrirían mella alguna.
El almuerzo fue una decepción, no era ni tan sabroso, ni tan abundante como había esperado. Abusé del ají para darle algún toque más pintoresco.
-¿Tú no le echas ají? –pregunté burlonamente, sabiendo que por ser argentino su respuesta sería: -No.
-No, no soporto lo picante, me quema la lengua – me respondió casi con asco.
-Es cosa de costumbre, yo soy de barrio y la comida se goza más cuando tiene sabor de pueblo –exageré, de verdad me sentía un turista gastronómico del Discovery Channel.
Conversamos acerca de la reunión de negocios que tendríamos en la tarde, nos reuniríamos con el Gerente General de un proveedor nuestro y necesitábamos negociar en buenos términos los nuevos contratos. De pronto nos dimos cuenta que estábamos muy justos de tiempo y la oficina donde nos reuniríamos estaba al menos a treinta minutos en automóvil.
Salimos apurados del restaurante y paramos el primer taxi que vimos en la calle. No tenía aire acondicionado y los treinta y dos grados de calor nos torturaban incluso con las ventanas abiertas. A los cinco minutos de nuestro viaje ya estaba muy arrepentido de haber agregado tanto ají a mi almuerzo. Además el chofer frenaba y aceleraba con violencia, lo que me revolvía el estómago. Me empecé a marear, pero callé para que mi compañero no se burlara de mi fanfarronería.
Por fin bajamos del taxi y sabía que no me recuperaría tan fácilmente. Nos recibieron en una sala calurosa.
-Disculpen, alguien olvidó encender el aire acondicionado de la sala –dijo la secretaria mismo tiempo apretaba el botón de encendido.
“Claro, seguro no es tu responsabilidad” –lo pensé con rabia.
-Don Flavio, en seguida viene Don Marcos, por mientras ¿le ofrezco un té o un café? –preguntó amable. Por qué anteponer el “Don”, hoy día cualquiera es un “Don”.
Pedimos solo agua y recé para que estuviera helada.
Llegó Marcos, era muy simpático, así que la reunión fue muy distendida, muchas sonrisas y compromisos de trabajo en conjunto. Nos focalizamos en mostrar lo importante que es nuestra empresa y lo provechoso para ellos que es tenernos de clientes, hablamos de planes de crecimiento internacional. Me fui muy satisfecho pensando que los habíamos impresionado.
Afortunadamente nos pidieron un taxi ejecutivo en el que nos devolvimos ya mucho más cómodos. Una vez en el Hotel fui directo al baño y al mirarme en el espejo… vi que mi sonrisa de dentadura natural, perfectamente pareja estaba adornada por una acelga que tapaba mi incisivo izquierdo, se veía como que me faltaba un diente!!! Toda la reunión estuvo ahí. Me imaginé dándome importancia en la reunión mientras mostraba mi sonrisa con un diente menos… vaya ejecutivo que soy.
Más tarde, nuestros proveedores nos invitaron a cenar, esta vez a un restuarante conocido. Mientras esperábamos el taxi, le digo a mí amigo, imitando su acento:
-¡Sos un choto!, por qué no me dijiste nada –le reclame, sin decirle de qué se trataba.
-Che… ¿me lo decís por la verdurita esa en tu diente?
-¿Qué?, Boludo ¿la viste y no me dijiste nada?
-Che, es que no sabía cómo decírtelo, pensé que pasaba re-piola –me contestó a modo de disculpa, pero sé que se aguantaba la carcajada.
Finalmente lo tomé para la risa y durante la cena bromeé sobre lo sucedido. Total y sin ninguna duda, ¿A quién no le ha pasado?