El 2020 fue un cambio para todos. El virus no llegó a tocarme, pero de alguna forma inexplicable, fracturó algo en mi interior. Dejé de escribir, no por incapacidad, sino porque parecía que se había apagado mi última chispa de magia.

No era que hubiera sufrido, simplemente no había interés. Hasta que… bip bip, o brrp brrip, el sonido sutil de mi celular vibrando.

-Hola, salí a caminar- Un mensaje conciso de Whatsapp que interpreté como una invitación implícita.

Ella caminaba bajo el dorado sol del atardecer, mientras yo observaba desde mi ventana cómo el viento de invierno agitaba los matorrales.

Me la imagino sonriendo mientras escribe, frunciendo el ceño y molestándose cuando mis respuestas no aciertan. De vez en cuando se detiene, lee, corrige, borra y vuelve a escribir.

Ahora, puedo verla sentada en un banco de cemento frente al mar, con la cabeza inclinada sobre su celular. Se aparta el cabello de la frente, pero una suave brisa se encarga de devolverlo a su lugar. Toma el celular con ambas manos, ejerciendo una leve presión, y luego levanta la vista antes de retomar su caminata.

Aquí, el viento se ha detenido y el tiempo parece haber hecho lo mismo.

No ha ocurrido nada extraordinario, solo una tarde de invierno hecha de palabras y melodías, de sol y viento.

Tras cuatro años, solo hizo falta un suceso insignificante para que volviera a tomar el teclado. Algo tan monumental como una pandemia consiguió apagarme, y sin embargo, la magia de un momento tan diminuto fue suficiente para reavivar esa chispa. Solo nosotros dos lo sabemos.